EL DOLOR DE YA NO SER

17 mayo, 2008

CACEROLAS


No te oí... En los días del silencio atronador.
No te oí junto a las madres del dolor,
no sonaste ni de lejos, por los
chicos, por los viejos olvidados.

No te oí... Puede ser que ya no estoy oyendo bien,
pero al borde de las rutas de Neuquén,
no te oí mientras mataban por la espalda a mi maestro.
Y entre nuestros cantos desaparecidos
yo jamás oí el sonido de tu tapa resistente,
que resiste comprender que hay
tanta gente
que en sus pobres recipientes sólo guarda una ilusión.

Cacerola de teflón, volvé al estante,
que la calle es de las ollas militantes,
con valiente aroma de olla popular.

Cacerola de teflón, a los bazares
o a sonar con los tambores militares
como tantas veces te escuché sonar.

No te oí... cuando el ruido de las fábricas paró,
cuando abril su mar de lágrimas llenó.
No te oí con los parientes del diciembre adolescente, asfixiado.

No te oí. Puede ser que mis oídos oigan mal,
pero no escuché en la exposición rural,
reclamar por el jornal de los peones yerbateros,
por la rentabilidad de los obreros,
por el tiempo venidero, porque venga para todos.

No te oí ni te oiré porque no hay modo
de juntar tu avaro codo con mi abierto corazón.

Cacerola de teflón, volvé al estante
de los muebles de las casas elegantes
que las cocineras te van a extrañar.

Cacerola de teflón, a los bazares
o a sonar en los conciertos liberales
como tantas veces te escuché sonar.

No te oí en el puente de Kosteki y Santillán
No te oí por el ingenio en Tucumán.
No te oí en los desalojos ni en los barrios inundados de este lado.

No te oí, en la esquina de Rosario que estalló
Cuando el ángel de la bici se calló
y sus ángeles pequeños se quedaron sin comida.

Y jamás te oí en la vida repicar desde acá abajo
por un joven sin trabajo, a la deriva.
Debe ser que desde arriba,
desde los pisos más altos
no se ve nunca el espanto y las heridas.

Cacerola de teflón, volvé al estante.
Yo me quedo en una marcha de estudiantes
donde vos nunca supiste resonar.

Cacerola de teflón, a los bazares
o a llenarte de los más ricos manjares
que en la calle no se suelen encontrar.

Cacerola de teflón,... andá a cocinar.

15 mayo, 2008

KE PINTA , JULITO!!!!

CASTILLO...PARA VOS... VIEJITO......

ENVIDIA


ADA FALCON


UN SENTIDO HOMENAJE A ADA FALCON, OLVIDADA DIVA DEL TANGO DE LOS AÑOS 30.
AQUI CANTA CON CHARLO

CASAS VIEJAS-VIDEO


CASAS VIEJAS-TANGO-.




¿Quién vivió,
quién vivió en estas casas de ayer,
viejas casas que el tiempo bronceó,
patios viejos, color de humedad,
con leyendas de noches de amor?
Platinados de luna los vi
y brillantes con oro de sol,
y hoy, sumisos, los veo esperar
la sentencia que marca el avión,
como va al matadero la res
sin que nadie le diga un adiós.

Se van, se van
las casas viejas queridas.
De más están,
han terminado sus vidas.
Llegó el motor y su roncar
ordena y hay que salir.
El tiempo cruel con su buril
carcome y hay que morir.
Se van, se van
llevando a cuestas su cruz,
como las sombras se alejan
y esfuman ante la luz.

El amor,
el amor coronado de luz
esos patios también conoció.
Sus paredes guardaron la fe
y el secreto sagrado de dos.
Las caricias vivieron aquí...
Los suspiros cantaron pasión.. .
¿Dónde fueron los besos de ayer?
¿Dónde están las palabras de amor?
¿Donde están ella y él?
Como todo, pasaron igual que estas casas
que no han de volver.

13 mayo, 2008

ADA FALCON



UNA DIOSA DE LOS 30
OLVIDADA....

“YO NO SE QUE ME HAN HECHO TUS OJOS


“YO NO SE QUE ME HAN HECHO TUS OJOS”,
DE SERGIO WOLF Y LORENA MUÑOZ
“Este es un film de amor al mito”


Hoy se exhibirá por última vez en el Bafici un documental sobre la legendaria Ada Falcón, una de las reinas del tango durante los años ‘20 y ‘30. Los directores le siguen el rastro a su historia, signada por el misterio: después de haber sido una gloria, vendió todo y desapareció, según dicen, recluyéndose en un monasterio.

Ada Falcón fue una gloria, pero murió olvidada, el año pasado.


Por Horacio Bernades
“¿Y ésa quién es?”, pregunta la anciana sentada frente al televisor, al ver a la mujer hermosa que canta un tango, en una vieja película argentina en blanco y negro. “Es usted, Ada”, le dice su interlocutor, disimulando la sorpresa. “¿Yo? ... Ay, pobrecita ...” Eso es todo lo que la mítica Ada Falcón –una de las reinas del tango durante los años ‘20 y ‘30– tiene para decir sobre sí misma poco antes de su muerte, ocurrida el año pasado. Yo no sé qué me han hecho tus ojos se llama el documental que –investigación arqueológica, mítica y policial– emprendieron, hace ya cinco años, Sergio Wolf y Lorena Muñoz, y que hoy se exhibirá por última vez en el Bafici. Yo no sé qué me han hecho... es parte de la muestra competitiva “Lo nuevo de lo nuevo”, donde se presenta la última horneada de nuevo cine argentino. Dada la notable repercusión que la película viene teniendo desde su estreno, no sería de extrañar que se vaya del festival con algún premio. Iniciada en la más absoluta soledad y concluida gracias al respaldo de Cine Ojo (la más consecuente productora de cine documental argentino), la película de Wolf y Muñoz no podría haber llevado otro título. Yo no sé qué me han hecho tus ojos es el nombre del máximo “hit” de Ada Falcón, cantante que supo imponer su voz grave y pastosa en tiempos en que muchas de sus colegas (Libertad Lamarque, más que ninguna) trinaban como pajarillos.
Pero además, según cuenta la leyenda, el nombre de ese tango habría sido la declaración de amor que el todopoderoso compositor y director de orquesta Francisco Canaro (que estaba casado) dedicara a esta cancionista de legendaria mirada celeste. Ese amor prohibido habría sido el principal motivo de la autoevaporación de la Falcón, producida a comienzos de los ‘40, cuando se hallaba en plena gloria. La historia es una de las más fascinantes y secretas del show business porteño. Ada, lo más parecido a una diva de Hollywood que hubo aquí –vivía en un palacete, se vestía con la ropa más cara y era dueña de varios descapotables–, vendió todo y desapareció del mundo, recluyéndose, según algunas versiones, en un monasterio de las sierras cordobesas.
Tan fascinante como la historia de la Falcón, el documental de Wolf y Muñoz le sigue el rastro como si se tratara de una de esas mujeres-fantasma que poblaran los films noirs hollywoodenses de los años ‘40. De hecho, en más de un momento Wolf –que “actúa” de sí mismo, haciendo de investigador– aparece vestido como si se tratara de un Philip Marlowe criollo, interrogando a quienes podrían saber sobre su paradero y visitando los lugares por donde ella supo andar. Ahora, en donde estaba aquella radio o ese cine hay un kiosquito o un supermercado. Para llegar hasta esos lugares hoy ausentes, Wolf y Muñoz desempolvan el catálogo del cine argentino de los años ‘30, estableciendo un diálogo con el material de archivo que tiene escasos precedentes en el cine local, y que constituye el más visible puente entre dos tiempos que tiende la película.
“Primero pensamos en narrarla como si fuera una edición del noticiero Sucesos Argentinos, con textos escritos a la manera de los que leía Carlos D’Agostino”, dice Wolf, reconocido crítico de cine, autor de varios libros de la especialidad y flamante director del departamento de cine y video del Centro Cultural Ricardo Rojas. “Pero después nuestro productor nos hizo ver que era mucho mejor abandonar todo intento de parodia y narrarla en primera persona.” “Nuestra película es un documental de amor al mito”, dice a su turno Lorena Muñoz, recibida en la escuela de cine del Cievyc y con posgrados en la escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba.
“Más de una vez nos planteamos si teníamos derecho de romper el juramento de silencio que Ada había llevado durante más de medio siglo”, coinciden ambos. “Finalmente, comprendimos que esa historia debía contarse, entre otras cosas porque la desaparición de Ada representaba lade toda una época de oro de la cultura argentina.” Los viajeros se confrontarán con el mito, completando un rescate humano y cultural que a más de uno le habrá sonado quimérico.

12 mayo, 2008

Nelly, la psicóloga de los colores


Fernando Peña12.05.2008La primera vez que escuché hablar de los colores sufridos fue cuando tenía nueve años. La vecina de al lado, Nelly Chitaroni, estaba por tapizar unos sillones y le dijo a su marido, Víctor, que el color arena era sufrido y que daba trabajo. Me quedé pensando. Pensé durante muchos años en la construcción de esa frase. ¿De qué manera podía ser sufrido un color? y más aún ¿cómo podía ser que un color diera trabajo? Durante muchos años pensé que Nelly estaba totalmente loca y mientras crecía, cada tanto, esa frase se me venía a la cabeza. ¿No les pasa eso de escuchar algo que no entienden y, sin embargo, se lo repiten a cada rato? Crecía, caminaba mi vida, caminaba por las calles y me repetía la frase una y otra vez. La frase era “el color arena es sufrido y da trabajo”. Trabajaba de cadete en esa época y para calmar el cansancio de las caminatas y el aburrimiento de los trámites silbaba, repetía trabalenguas, memorizaba los números de las patentes de los autos y cada tanto me venía la frase de Nelly a la cabeza. Seguía sin entender, sospechaba que se trataba de un color inconveniente que se manchaba con facilidad, pero no comprendía por qué Nelly se refería al color como sufrido. No sabía si pensar que Nelly era una bruta ignorante o había compuesto una metáfora fotográfica difícil de igualar. ¡Me volvía loco la frase! “El color arena es sufrido y da trabajo.” ¿Cómo podía ser que un color fuera sufrido? Y lo que es más, diera trabajo. Durante años me torturó esa descomposición gramática. No tenía sentido. Era torpe, contranatura, se chocaba consigo misma, jamás se me hubiera ocurrido asociar el sufrimiento con un color y mucho menos que un color se convirtiera en algo físico casi caprichoso como una criatura y diera trabajo.

“Si me mandan al banco voy contento…” cantaba como el dibujito animado del aviso, y seguía con los trabalenguas, las baldosas, las patentes y otros inventos para olvidarme de que era cadete. Me había prometido tirar a la basura esa frase de Nelly, en un punto aunque no lo crean soy bastante sano y la metáfora deforme y disonante me estaba taladrando el bocho. Entonces un día me dije casi como ordenándome: “Fernando, basta con esa pelotudez, no pienses más”. Imposible. La frase venía una y otra vez. Hasta me acordé de un cuento hindú que hablaba de la concentración de la mente y decía que para probar cuán concentrado puede estar uno había que hacer el siguiente ejercicio: si uno pensaba en un elefante blanco se le iba a caer el techo encima. Inevitablemente toda la gente que practicaba este ejercicio no dejaba de pensar en un elefante blanco, esto es morían aplastados por desconcentrarse.

Por momentos me tentaba la idea de elaborar una teoría relacionada con la concentración mental. Recién terminaba quinto año, trabajaba como cadete para no matar a mi familia y no convertirme en un antisociable, y la idea de escribir un libro brillante sobre la imposibilidad de mantener un pensamiento y permanecer concentrados me entusiasmaba. Sería un best seller pensaba. Un best seller de esos fáciles de leer que responden preguntas que nadie se tomó el trabajo de hacerse. Hacía trámites, colas, pagos y pensaba boludeces que pensaba que algún día pondría en práctica y me convertiría en un escritor millonario.

Pasaron unos años hasta que un día caminando por un pasillo de un hotel cinco estrellas, escuché que un señor de traje que estaba en una habitación con la puerta abierta le decía a una señorita esbelta vestida con un tailleur color manzana: “El color hueso es muy sufrido y da trabajo. Sería mejor un verde musgo”. Tuve el impulso de detenerme y contarle mi obsesión con esa frase y que por fin ahora la había entendido. Al verme parado en la puerta me miró como esperando que le dijera algo, sonreí y seguí caminando. Supongo que él nunca entendió mi sonrisa. Entré a mi habitación, la moquette era color hueso y se veía baqueteada. Me dio asquito, tanto que no la pude pisar descalzo, me daba cosita.

Al mes siguiente volví al hotel, a la misma habitación y la moquette ahora era verde musgo, estaba limpia, caminé descalzo con confianza sabiendo que estaba sucia, sonreí, me sentí un pelotudo y por fin, a la vejez viruela, entendí la frase de Nelly y me cagó la vida, ahora todos los colores oscuros me dan asco.